julio 05, 2016

A la mitad de la carretera

Entre todas las cosas que sé  (que, créanme, no son pocas), hay una sola que quisiera nunca haber aprendido: a ceder.

Para la mayoría de la gente, ceder es parte de un proceso de negociación que no los confronta, no los define, no los acorrala.
Para mí,  en cambio, ceder es un castigo.

Aprendí hace mucho: era mi deber. Satisfacer, agradar, complacer.  Ese, no otro,  era el precio de ser como soy.

Hace años, cuando el precio comenzó a destrozarme los dedos, llegó él.  

No, no, este no es un cuento de amor, no se confundan. Él no era el príncipe azul ni el sueño de mi juventud, él era la única persona en el mundo que era capaz de descifrarme.  Y vaya, bastante le pagaba para que lo hiciera.

Él llegó a ponerme en entredicho con cada relación que había tenido, llegó a decirme que tenía derechos a los que nunca había aspirado, que tenía oportunidades que nunca había visto. Una de ellas, quizá la más importante, la de no seguir sentada en una mesa en la que lo único que se comía era fuego. 

Un día de otoño (podría decirles la fecha exacta pero no tiene importancia), fui invitada a comer en esa mesa. 
Durante horas recibí viento helado y bofetadas, indiferencia y metralla. Lo soporté. No por mártir ni por buena, sino porque se suponía que era lo que debía hacer, lo que haría feliz al personaje del otro lado, lo que lograría que, por fin, se acabara.

Al terminar, deseé como nunca salir corriendo del auto, irme sola por la carretera, cantando canciones y llorando bajito.

No lo hice. Nunca me atreví. 

Tiempo más tarde, una calamidad me invitó a comer en esa misma mesa. Durante meses no hizo más que invitarme a ella, y yo, aunque en el fondo no quería seguir,  iba y me alimentaba de su podredumbre. 

Una y otra vez, como en la canción de Amada Miguel, mi rey se convertía en un monstruo de mil cabezas que se alimentaba de mi miedo, de mis inseguridades, de mis deseos...

Entonces llegó el día.  Hacía sol y yo tenía aún las vendas de mi operación.  No puedo decirles cómo fue o qué lo detonó,  pero pasó. 

Me bajé del auto andando,  a la mitad de la carretera. Y sentí poder.

Esa vez fue la primera, quizá,  en la que supe que no habría gritos ni chantajes, ni reyes convertidos en monstruos y vueltos a redimir, que me hicieran volver.

Él nunca lo entendió.  Nunca supo por qué yo, de pronto, había dejado de ceder. 

Yo, en cambio, supe que podía hacerlo. Y sonreí. 

Hoy, cuando los monstruos acechan de nuevo, recuerdo que hace mucho que cuento esta historia,  mi favorita, la que más habla de mí y de mis batallas.

Hoy, por esos mismos monstruos, me la quiero contar de nuevo, porque más que nunca necesito volver a ser la chica de la mitad de la carretera...

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Chisméele a gusto, al fin que vamos para largo...